Encuentro en mi vida millones de cuerpos; de esos millones puedo desear centenares; pero de esos centenares, no amo sino uno. El otro del que estoy enamorado me designa la especificidad de mi deseo.
Esta elección, tan rigurosa que no retiene más que lo Único, constituye, digamos, la diferencia entre la transferencia analítica y la transferencia amorosa; una es universal, la otra específica. Han sido necesarias muchas casualidades, muchas coincidencias sorprendentes, para que encuentre la Imagen que, entre mil, conviene a mi deseo. Hay allí un gran enigma del que jamás sabré la clave: ¿por qué deseo a Tal? ¿Por qué lo deseo perdurablemente, lánguidamente? ¿Es todo él lo que deseo, una silueta, una forma, un aire? ¿O no es sólo más que una parte de su cuerpo? Y, en ese caso, ¿qué es lo que, en ese cuerpo amado, tiene vocación de fetiche para mí? ¿Qué porción, tal vez increíblemente tenue, qué accidente? ¿El corte de una uña, un diente un poco rajado, un mechón, una manera de mover los dedos al hablar, al fumar? De todos esos pliegues del cuerpo tengo ganas de decir que son adorables. Adorable quiere decir: éste es mi deseo, en tanto que es único: “¡Es eso! ¡Es exactamente eso!” Sin embargo, cuanto más experimento la especificidad de mi deseo menos la puedo nombrar; a la precisión del enfoque corresponde un temblor del nombre. De este fracaso del lenguaje no queda más que un rastro: la palabra “adorable”: es él, es precisamente él en persona.