Se me cortaba la respiración cada vez que se acercaba.
No era miedo, era esa forma en la que el cuerpo sabe
que está al borde de algo que no entiende.

Y sin embargo, jamás se quedaba lo suficiente.
Venía como el humo, rozándome los dedos,
llenándome los ojos,
y se iba antes de volverse incendio.

Nunca se quedó para matarme.
Solo para recordarme que podía morir
sin siquiera tocarme.

Y yo, adicta al filo, seguía esperando
esa última vez
que al fin, no se fuera.

  


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